Fundación para la Cultura del Vino

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El vino es un producto natural pero también cultura humana viva y, por tanto, está sometido a modas y tendencias. Cada botella es una instantánea de un tiempo y un lugar, no solo de su viñedo y añada de nacimiento, sino también de un momento social. Hay un terruño físico, pero también un terruño cultural que cambia y responde a los valores de su tiempo. Hace unas décadas, los varietales a lo Nuevo Mundo eran lo más, mientras que hoy nos impresionan los nombres de unas uvas casi olvidadas pero que nos conectan con la esencia de nuestros paisajes.

Por: Luis Vida. Escritor, formador y consultor del vino.

La ruta de los descubrimientos

Los que hemos vivido la Revolución Enológica española de las últimas cuatro o cinco décadas hemos ido recorriendo las etapas de un placentero camino de conocimiento. Primero nos enfocamos en las variedades de uva y descubrimos con fascinación sus diferentes registros aromáticos, texturas y sabores. Tanto las “globalizadas” como las estrellas del palmarés nacional fueron protagonistas de etiquetas, catas, debates y hasta de campañas institucionales. Cuando el foco se puso en las maderas, exploramos los matices de las crianzas en barrica, los tipos de roble y sus diferentes tostados, más allá del valor del tiempo que habíamos aprendido de nuestros mayores. Después, mirar al viñedo nos enseñó el tesoro esencial que son las viñas viejas y, a partir de ahí, descubrimos los placeres de la concentración e incluso esos extremos de la maduración de la uva que ahora se miran de reojo pero que nos hicieron amar el terciopelo y sedosidad de los taninos, cambiantes con los tostados del roble, los paisajes del viñedo y las añadas. Hoy es la geología la que manda en el discurso del vino y nos vuelven locos los matices exclusivos de los suelos y las orientaciones de cada parcela. Y, profundamente enraizadas en ellos, las variedades históricas locales, algunas de ellas casi en extinción.

Dar a las variedades de uva con las que hacemos los vinos el valor que hoy les concedemos es una idea bastante moderna. Ninguno de los grandes clásicos de Burdeos indicaba en la etiqueta que estaba hecho con Cabernet Sauvignon ni Merlot, los Riojas no presumían de Tempranillo y Graciano, los Chianti no llevaban la Sangiovese como bandera ni en las botellas de Borgoña se mencionaban ni la Pinot Noir ni la Chardonnay. En el pasado había muchísimas variedades de uva -bastantes más que ahora- entremezcladas en los majuelos porque los coupages se hacían en la viña. Un buen puñado de cepas diversas de variedades con ciclos vegetativos distintos era un “seguro de vino” en los años problemáticos y, en los buenos, de carácter propio. Los viticultores de cada zona habían ido seleccionando a través de los siglos las cepas mejor adaptadas, las que mejores resultados daban a la hora de producir los vinos que les gustaban: fáciles de beber, equilibrados y frescos. Las variedades de uva resistentes y productivas eran valoradas especialmente, así que después de plagas como el oídio, el mildiú y la filoxera y de debacles históricas como la Guerra Civil, muchos terruños se replantaron de forma intensiva con palomino, tempranillo o airén y las mejoras en viticultura supusieron el abandono de otras más minoritarias y difíciles de cultivar pero que tenían mucho que ver con los tipos de vinos que elaboraban.

Descubriendo América otra vez

En los años 70 y 80 del siglo XX fuimos pasando de este consumo cotidiano de vino a un uso más ceremonial y hedonista. En plena Transición democrática y coincidiendo con nuestra entrada en la Unión Europea, nos volcamos en la modernidad que se asomaba cada tarde a nuestros televisores y soñamos con ser Falcon Crest, esa serie que entre intrigas familiares nos llevaba a los viñedos de California, en una época en la que el “Juicio de París” había encumbrado el Chardonnay de Napa y las “Olimpiadas del Vino” de la revista francesa Gault & Millau premiado al Cabernet Mas la Plana de Torres como mejor vino del mundo, por encima de mitos como Château Latour. El Nuevo Mundo había puesto de moda los vinos varietales, enfocando la atención en las uvas con un concepto de estilo y mercado: los Chardonnay como blancos voluminosos y maderizados por contraposición a los más frescos, crujientes y tropicales Sauvignon Blanc, los Cabernets como robustos tintos de guarda, tánicos y algo austeros, frente a la jugosidad amable de los Merlot, la abundancia frutal de los Syrah y la finura floral de los Pinot Noir… Una idea eficaz que, por su misma sencillez, nos fascinó y nos hizo mirar a las viñas de otra manera.

La apuesta varietal coincidió con un crecimiento en la internacionalización de nuestros vinos y fuera no se entendía muy bien que optásemos por competir con Australia o Chile. ¡España está en el Viejo Mundo y tiene una viticultura milenaria! Así que algunos visionarios empezaron a apostar por las uvas del pasado, aquellas que estaban casi desapareciendo sustituidas por las variedades “mejorantes”, para dotar de autenticidad a los vinos y, a veces, casi por puro romanticismo. Proyectos pioneros, como el “Revival” que resucitó el Godello en los 80s a partir de unas pocas cepas supervivientes, han sido el modelo para otras exitosas operaciones de rescate. Esas cepas viejas desperdigadas por los majuelos y que están o estaban en vías de extinción nos cuentan la historia de los territorios y forman parte de su sabor esencial tanto como su gastronomía o su folclore. Nuestros antepasados las eligieron para conseguir la fuerza, el color, los sabores y la estructura de sus vinos de diario y de celebración. Un arraigo centenario garantiza su perfecta aclimatación. Sin ellas, el terruño no se entiende.

El viñedo como lección de historia

Es fascinante cómo la genética de las variedades, que hoy ya se puede leer, nos habla del pasado y nos desvela las complejas interacciones entre las culturas y las agriculturas que habitaron nuestras tierras. Por el Camino de Santiago llegaron en la Edad Media, y entre otras, la Trousseau y la Savagnin del Jura. La primera se ha quedado, nacionalizado, y es hoy una variedad antigua muy extendida por la Península Ibérica que se conoce como Merenzao en Galicia, Bastardo en Portugal, Maturana tinta en Rioja… Además, está en el árbol genealógico de otras tintas del norte, como la Mencía. La segunda no pervivió como tal, pero es progenitora directa de algunas de nuestras blancas clave como Godello y Verdejo. Con la reconquista cristiana del centro y el sur, se encontraron y mezclaron con las variedades que los musulmanes cultivaban, supuestamente para uva de mesa y pasas y de las que descienden, por ejemplo, Airén, Merseguera y Cayetana. Y por el Mediterráneo entraron otras con las conquistas del Reino de Aragón, que también dejaron descendencia, mientras que otras variedades, quizá, fueron domesticadas directamente a partir de vides salvajes por los antepasados de los gallegos y portugueses, en el confín noroccidental. Es muy interesante seguir los estudios sobre el linaje de muchas uvas actuales de esta zona a partir de la Caiño Bravo: Loureiro, Tinta Femia, Sousón…

Las primeras recuperaciones exitosas, aún en el siglo XX, fueron las de Godello y Treixadura en Galicia, Callet en Mallorca, Albillo Real en Gredos o Moristel en el Somontano aragonés. Pero hoy el mapa se enciende con cientos de iniciativas de viticultores, bodegas e instituciones y en las etiquetas figuran los exóticos nombres de unas variedades antiguas que nos intrigan: Mandó, Giró, Forcayat y Pintaillo en el Levante; Querol, Sumoll o Forcada en Cataluña; Tinto Velasco, Moravia Agria y Mizancho en Castilla-La Mancha; Gargollasa y Fogoneu en Baleares; Cas-tañal, Lado, Tinta Femia y otras muchas en Galicia; Gual, Marmajuelo y más singularidades en Canarias… Incluso, en el País Vasco, descubren que la Hondarribi Beltza con la que se elaboran los escasos chacolíes tintos es foco de interés porque podría ser progenitora de la familia francesa de las Cabernets. Suena casi irónico.

La globalización del gusto ha hecho más apetecibles y valiosas estas singularidades, esta flora autóctona. ¿Qué puede haber más exclusivo que beber uno de los pocos cientos de botellas del primer varietal de Estaladiña que viene del Bierzo, de la Tintilla de Rota que revive en Cádiz o de la uva rey que se recupera en Chiclana? Nuestros terruños son muy diversos. Los minifundios y los microviñedos del norte se contraponen a las grandes extensiones monovarietales de Andalucía o La Mancha. Pero por aquí y por allá están entremezcladas en los viñedos viejos esas cepas claves, testimoniales, que nos narran la historia del territorio.

La moda pide delgadez

La moda en estos nuevos años veinte apuesta por la “bebestibilidad”, la facilidad del trago largo y el frescor por encima de la potencia y el cuerpo. Los tostados de madera ya no gustan tanto y se buscan expresiones de crianza más discretas que respeten los matices varietales. Una ligera rusticidad no tiene por qué molestar, porque pone una autenticidad que enlaza con los vinos- alimento del pasado rural. Nuestra época adora la velocidad y queremos vinos con encanto bastante inmediato pero que no sean efímeros, que identifiquemos con sus paisajes y tengan sensación de naturalidad, pero en los que se pueda disfrutar la huella de sus elaboradores: vinos con identidad de terruño, pero con una firma transparente que no opaque las sensaciones de unas variedades casi olvidadas que vuelven al primer plano.

Muchas de ellas presentan dificultades de cultivo, sensibilidad a enfermedades, productividad baja o perfiles gustativos poco estandarizados. Quizá por eso fueron abandonadas en favor de otras, pero quizá también los ciclos de maduración hayan influido. Es frecuente que nos encontremos con vides de ciclo largo y maduración tardía que podrían plantear problemas a los antiguos viticultores ante el riesgo de lluvias y heladas otoñales. En tiempos de cambio climático son una bendición porque pueden aportar acidez y ligereza, dos cualidades muy actuales.

El mercado mundial parece receptivo. La mirada al pasado con visión de futuro de nuestros viñadores y bodegas está potenciando la imagen de España como gran país vinícola más allá de los tópicos de la relación entre calidad y precio. Hasta en nuestra zona más internacional, el Marco de Jerez, brotan iniciativas como ese Manifiesto 119 con las propuestas del sector más inquieto del mundo bodeguero y cuyo nombre hace referencia a las variedades de uva enumeradas en Andalucía por Rojas Clemente en el siglo XIX, quizá la época de su máximo brillo global. Recuperar todos los colores de nuestro mapa vinícola es una tarea titánica, un esfuerzo de muchos que nos hace más grandes, mayores en la cultura del vino. Y además estamos de moda.

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