Fundación para la Cultura del Vino

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Por: Roberto Frías, director de la Sección Agrícola del Grupo La Rioja Alta, S.A.

Quizás alguien (yo no, desde luego) pueda discutir o dudar sobre el origen o la causa de los cambios que se están produciendo (ciclos propios del clima por los que ya ha pasado la Tierra con anterioridad, actividad humana con quema incesante y creciente de combustibles fósiles, ganadería intensiva, etc., etc.) pero lo que es indiscutible es que el clima está cambiando. Y lo que para mí es peor: está cambiando a una velocidad tan endiabladamente alta que va a resultar muy complicado poder asimilar los cambios y adaptarse a sus consecuencias.

Todo apunta en una misma dirección: ascenso de las temperaturas y calentamiento global, incremento de los fenómenos meteorológicos adversos (lluvias torrenciales, fuertes tormentas, gotas frías a destiempo, distribución más irregular de las lluvias, inundaciones, períodos de sequía, huracanes, etc.) y, en nuestras latitudes, una homogeneización de las estaciones sin que la sucesión de las mismas ocurra de una manera tan marcada como ha venido ocurriendo desde tiempo inmemorial. Vamos, lo de los manidos “Veroño” y “Primierno”.

Hay a quienes esto les parece genial y se alegran de poder ir a la playa todos los días del año bajo el pretexto del “buen tiempo”, pero esto no es ni natural ni bueno. Y es que, como suele decirse: “El mal tiempo a su tiempo es buen tiempo”… Pues eso.

Y es que, como suele decirse: “El mal tiempo a su tiempo es buen tiempo”… Pues eso.

Obviamente, el viñedo no es ajeno a todo lo anterior. Pero ¿qué estamos notando los viticultores que nos lleva a asumir la evidencia del cambio que se está produciendo en el clima? Podemos citar, entre otros, los siguientes efectos:

  • Los estados fenológicos del viñedo se adelantan y, además, se acortan. La suavidad de los inviernos y la falta de heladas provocan una brotación anticipada que deja a los incipientes brotes a merced de las heladas primaverales durante períodos de tiempo más largos a los estadísticamente normales. La incertidumbre y el riesgo de perder una parte importante de la cosecha aumentan. En nuestro recuerdo, imborrable el rastro que dejó la tremenda helada que arrasó gran parte de nuestros viñedos el 28 de abril de 2017. En el presente 2020, hemos visto los primeros “lloros” en el viñedo a finales de enero, es decir, 40-50 días antes de lo habitual. Por otro lado, las temperaturas más elevadas durante el verano traen consigo un adelanto en las fechas de maduración de la uva y, consecuentemente, de la vendimia. Si tradicionalmente en la zona de Rioja Media se solía asociar el inicio de la vendimia a la festividad de El Pilar (12 de octubre), en los últimos años comienza a asociarse más a la de San Mateo (21 de septiembre).
  • Temperaturas muy superiores a lo normal durante el verano, y más aún si vienen acompañadas de escasas lluvias y/o niveles bajos de humedad en el suelo, hacen sufrir a las variedades más sensibles y menos termófilas, como puede ser nuestro Tempranillo, que prefiere condiciones ambientales más suaves y menos extremas (“más atlánticas”). En estas circunstancias la fisiología y el funcionamiento normal de las plantas se ven alterados al tratar de protegerse de un entorno que les resulta extraño y hostil. Ejemplo de ello es lo que ocurrió durante el verano de 2019 con varias olas de calor, la primera en fechas extraordinariamente tempranas, a finales de junio. El primer envite lo aguantaron las plantas con cierta dignidad porque aún había agua fácilmente extraíble en el suelo, pero los siguientes fueron más duros porque esta comenzaba a escasear. Las plantas se vieron obligadas a economizar la poca agua que tenían a su disposición orientando las hojas al contrario que los girasoles, con el fin de ocultarlas de la radiación directa del sol (epinastia) y cerrando sus estomas para no transpirar más de la cuenta. Y al no transpirar lo suficiente, se recalentaron y, con ello, la tasa de fotosíntesis disminuyó, produciéndose un bloqueo en el proceso de maduración de la uva. Los días pasaban, pero las plantas no trabajan. Resultado: uva imperfectamente madura, pero con grado alcohólico probable muy alto por deshidratación en las parcelas con menor disponibilidad de agua o en viñedos jóvenes con raíces muy superficiales.
  • En situaciones no excesivamente limitantes de humedad, el aumento de la temperatura y el incremento en la concentración de CO2 en la atmósfera hacen que las vides sean mucho más eficientes sintetizando azúcares, gran parte de los cuales van a parar a la uva durante el proceso de maduración. Resultado de ello vemos cómo, año tras año, en el momento de la vendimia, la uva presenta un contenido en azúcares en alza que deriva en mayores niveles de alcohol en los vinos. Así, mientras que hace 20-25 años, cuando yo comencé en esto, vendimiar uvas en el entorno de Rioja Alta con una graduación alcohólica probable de 12,5º era algo muy cotizado por ser misión casi imposible, el año pasado se alcanzaban con facilidad los 14º e, incluso, se superaban. Las bodegas han pasado de primar el precio de la uva con grados moderadamente altos (13º-13,5º) a penalizar el exceso de grado que provoca que los vinos pierdan su tipicidad clásica.
  • Y lo contrario de lo que ocurre con los azúcares y el grado alcohólico ocurre con la acidez. Las altas temperaturas “queman” los ácidos de la uva disminuyendo su concentración tanto en mostos como en vinos, lo que los vuelve más “sosos”, menos vivaces y con menor capacidad para soportar largas crianzas como son las propias de los vinos clásicos de la Rioja. Se hace necesario, entonces, una Enología más “correctiva” que trate de evitar desviaciones y pérdidas de calidad.
  • En años especialmente cálidos, resulta complicado alcanzar una maduración completa de la uva. En el caso de uva tinta, me refiero a maduración fenólica plena (color elevado y niveles altos de taninos dulces) que debe irse produciendo de forma lenta y acompasada con la acumulación de azúcares. Para ello resultan imprescindibles temperaturas muy suaves (medias diarias no superiores a 15ºC) y oscilaciones térmicas día-noche amplias. Si no ocurre así, tendremos vinos alcohólicos y desequilibrados, con colores inestables y taninos duros, verdes y astringentes. En el caso de uva blanca, las altas temperaturas provocarán una maduración aromática imperfecta con predominio de aromas “pesados” propios de fruta pasada que no recordarán en absoluto a los propios de cada variedad. Resultado: pérdida de calidad y de tipicidad en los vinos.
  • Las zonas consideradas tradicionalmente como “límite de cultivo” en las que la uva solo alcanzaba una maduración adecuada “de ciento en viento” en años cálidos y secos con otoños largos y muy bonancibles, se están convirtiendo en zonas de primera clase en las que se puede obtener uva de la máxima calidad. Claro ejemplo de esto es nuestro viñedo “La Cuesta” en Cenicero en el que las cepas, plantadas a principios de la década de los 80 del siglo pasado, escalan hasta los 750 metros de altitud. En muchas ocasiones he escuchado a mis abuelos decir que en aquella zona solo tenían viñas los viticultores del pueblo con menor poder adquisitivo porque la uva nunca maduraba, siendo normal vendimiar entrado el mes de noviembre, a veces bajo la nieve y siempre la uva casi en agraz sin terminar de madurar. Hoy día es un viñedo muy seguro que produce uva de altísima calidad dedicada a elaborar nuestro Viña Ardanza.
  • Las plagas que afectan a nuestros viñedos también están experimentando cambios. Por poner unos ejemplos, hace 25 años, cuando estudiaba Viticultura en la Universidad de La Rioja, en fitopatología nos citaban a la araña amarilla, al mosquito verde y a la cochinilla como plagas propias de los viñedos situados en zonas cálidas del sur de España. Esporádicamente hacían su presencia en la zona más mediterránea de La Rioja Oriental. Pues bien, hoy día las encontramos habitualmente a lo largo y ancho de La Rioja incluso en las zonas consideradas tradicionalmente como frescas. En cuanto a la polilla del racimo, lo normal es que se produjeran tres generaciones en Rioja Oriental y dos en Rioja Alta. Actualmente estamos observando una generación más en ambas zonas.

Hasta aquí, algunos de los efectos más reseñables de cuantos el cambio climático está provocando en nuestros viñedos, pero ¿hay algo que los viticultores podamos hacer para tratar de mitigar sus consecuencias y/o adaptarnos a él? Afortunadamente, la respuesta es afirmativa. Se plantea lo siguiente:

  • A escala mundial, está claro que, si como los expertos demuestran, el cambio climático está provocado por el incremento de la concentración de gases de efecto invernadero en la atmósfera, originados en su mayor parte por la combustión de combustibles fósiles, lo primero que debiéramos plantearnos todos, viticultores o no, sería reducir en la medida de nuestras posibilidades su utilización. No quiero decir con ello que, como antaño, debamos recurrir exclusivamente a la tracción animal, sino que se pueden hacer algunas cosas al respecto. Ejemplo de ello es el siguiente: en nuestras parcelas de viñedo mantenidas libres de vegetación mediante la técnica del laboreo convencional, el consumo de gasóleo aumenta en 27 litros por hectárea y año en relación con las que mantenemos con la técnica de cubierta vegetal permanente. En este sentido, la cubierta vegetal es una técnica más sostenible y con menor huella de carbono que el laboreo.
  • Podemos tratar de fijar o “secuestrar” más CO2 de la atmósfera. Hay autores que citan que en una hectárea de viñedo cuyo suelo se mantiene permanentemente cubierto de vegetación, la hierba desarrollada es capaz de fijar hasta 6,5 toneladas de CO2 al año. Pero, además, la cubierta vegetal protege al suelo de la erosión que pudieran ocasionar las aguas de lluvia, especialmente si trabajamos en ladera. Si, como hemos mencionado en párrafos anteriores, una de las consecuencias del cambio climático es que las lluvias torrenciales son cada vez más frecuentes, podemos tratar de proteger a nuestros viñedos de sus efectos negativos mediante el empleo de cubierta vegetal.
  • Si las altas temperaturas traen consigo un acortamiento de las fases fenológicas del viñedo, un adelanto de la fecha de vendimia, una alta acumulación de azúcar en las bayas y una pérdida de acidez en las mismas, en viñedos ya implantados podemos implementar alguna medida cultural para tratar de contrarrestar estos efectos. Ejemplos:

-Retrasar la poda de invierno hasta bien entrado el mes de abril. Con ello conseguiremos retrasar la fecha de vendimia en torno a una semana en comparación con una poda efectuada en época normal (mitad de noviembre – mitad de marzo).

-Efectuar despuntes o deshojados severos con la intención de hacer disminuir la relación superficie de hojas/producción de uva. De esta manera, la síntesis de azúcares disminuirá y su posterior acumulación en las bayas también.

-Adoptar sistemas de conducción de la vegetación que permitan proteger los racimos de la radiación solar directa manteniéndolos a la sombra. De esta forma conseguiremos mantener un mayor contenido de ácidos en la uva y evitaremos riesgos de quemaduras y deshidratación o pasificación.

-Si existe disponibilidad de agua, el riego por goteo es una potente herramienta con la que podemos modular la fisiología de las plantas y contrarrestar las situaciones de fuerte estrés generadas por temperaturas elevadas y escasas precipitaciones y, así, evitar bloqueos en la maduración de la uva.

  • Si los viñedos todavía no están implantados podemos tener en cuenta en su diseño alguno de los siguientes aspectos si es que podemos optar a ellos:

-Plantar en laderas con exposición al norte, menos soleadas y más frescas que las de otras orientaciones.

-Plantar a mayor altitud, ya que la temperatura desciende 1ºC por cada 100 metros que ascendemos.

-Plantar a mayor latitud, ya que la temperatura desciende más o menos 1ºC por cada grado de latitud que ganamos.

-Elegir variedades de ciclo más largo que permitan vendimiar en fecha más retrasada.

-Elegir portainjertos que induzcan ciclos vegetativos largos sobre la variedad injertada sobre ellos.

Pero en relación con el punto anterior, quisiera hacer una reflexión. Está claro que en zonas con escasa tradición vitícola donde el viñedo comienza a ser una alternativa de cultivo fiable gracias a las nuevas condiciones ambientales generadas por el cambio climático, quizás se pueda hacer lo que uno quiera: plantar en zonas altas, elegir el material vegetal mejor adaptado y manejarlo conforme a unas prácticas culturales bien razonadas, etc. Pero ¿y en las Denominaciones de Origen tradicionales donde el viñedo se viene cultivando desde tiempos ancestrales en base a unas variedades contrastadas, sobre unos suelos y emplazamientos sabiamente escogidos y que imprimen carácter propio y practicando una viticultura razonada y propia de cada zona en cuestión?

Obviamente, si cambiamos drásticamente la ubicación de los viñedos, los suelos sobre los que se van a cultivar, las variedades y la forma de hacer la viticultura, en mi modesta opinión, estaremos destruyendo los argumentos más sagrados sobre los cuales se han cimentado las Denominaciones de Origen históricas.

¿Y los viticultores? ¿Y las bodegas? ¿También las cambiamos de sitio? Es una utopía.

No hace mucho, leí en un artículo que, con el tiempo, para seguir cultivando vides en Borgoña, los viticultores tendrían que cambiar el clásico Pinot Noir por variedades más tolerantes al calor como Syrah o Garnacha y que, en Burdeos, quizás podrían sustituir el Cabernet Sauvignon y el Merlot por Monastrell.

Pues sí, quizás, con el tiempo sea así, pero los vinos que se produzcan poco o nada se parecerán a los Borgoñas o Burdeos de toda la vida. Tal vez haya que reeducar a los consumidores. Es otra posibilidad.

Yo no soy tan pesimista, porque creo que alguna solución para estos problemas la podemos encontrar “en casa”. Así, en estudios comparativos efectuados por el Dr. Enrique García-Escudero y el I.C.V.V. sobre 494 clones de Tempranillo recogidos en viejos viñedos riojanos, se ve como hay una grandísima variabilidad en parámetros tales como grado alcohólico probable, pH y duración del ciclo vegetativo desde brotación a maduración. Atendiendo a este último parámetro se observa (Elisa Baroja, Javier Portu y Enrique García-Escudero. Cuaderno de Campo Nº 63) que hay clones de Tempranillo que completan su ciclo en 140 días y otros en casi 180. Casi nada.

Así, pues, antes de pensar en cambiar nuestras variedades tradicionales por otras advenedizas, cosa que echaría por tierra la propia tipicidad de nuestros vinos y los fundamentos de nuestras Denominaciones de Origen, démosle la oportunidad a los clones que todavía sobreviven en viejos y decrépitos viñedos.

Quizás en ellos esté la solución.

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