Fundación para la Cultura del Vino

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Por: Mikel Zeberio

Reflexiones en torno a la alimentación

La ciencia se ha vuelto loca, o cuerda que casi es lo mismo. Hoy la ciencia casi es mágica, comunicar, ver, oír, visitar los astros, alargar la vida… Parece que la ciencia y la magia se han dado la mano.

Claro, todo depende de las zonas. Los países desarrollados liberan las costumbres, la ciencia y la medicina las reemplazan. Ya no hay 150 días de abstinencia por año, pero el medico exige un régimen equilibrado, vigilar el colesterol, evitar las materias grasas, al fin, cuidar la línea.

En el fondo la frugalidad conserva sus virtudes morales, ya no por religión sino por necesidad científica. ¡Cómo es la alimentación!

Reflexiones en torno a la alimentación hoy frecuentemente caemos en la tentación de condenar un alimento, la carne, la grasa, el azúcar… o ensalzar otros, el aceite, el pescado azul, la naranja… idealizamos o mitificamos dietas, por ejemplo, la dieta mediterránea (que poco hablamos de la dieta cantábrica).

Hoy en la abundancia alimentaria que caracteriza al mundo desarrollado nos encontramos con un problema inédito: escoger el alimento. Entre consejos alertas y preinscripciones. Pero más importante todavía, entre la tentación y la culpabilidad de la abundancia.

Antes todo eran hábitos y tradiciones. Lo que está claro es que no basta con creer en la ciencia y que una fe ciega en ella constituye la peor de las supersticiones, lo cual hace difícil separar lo comestible y lo no comestible, porque hoy la alimentación no es para hoy, sino es para calcular los efectos a largo plazo de nuestra alimentación.

Comer es un acto de intimidad fundamental, la boca es la frontera entre el mundo de fuera y el de dentro y sin duda una de las zonas con mayor repercusión psicológica y más carga afectiva de nuestro cuerpo.

Los salvajes comían el cerebro y el corazón de enemigo para heredar su valentía y su inteligencia. Los civilizados del siglo XXI comen yogurt para mejorar la flora intestinal etc.

Hoy lo que más pesa sobre nuestra alimentación es su influencia en nuestra salud. Hemos entrado en ese mundo de la medicalización de la nutrición. Nadie discute aquí la ciencia, sino lo que la ciencia es verdaderamente, otra de las grandes dudas, nuestra preocupación constante por el colesterol, los nuevos alimentos dietéticos, los suplementos de vitaminas químicas etc. ¿todo esto nos protege de caer enfermos? ¿o es una ilusión que nos ayuda a vivir más tranquilos? El régimen alimentario de las clases medias y educadas no tiene carencias nutricionales, sin embargo, en esa clase es donde triunfan vitaminas, minerales, y otros complementos.

Otro punto de influencia son las estrategas de comercialización que manipulan a los consumidores. Otro de los factores de motivación es la publicidad, todo pensando en retrasar el envejecimiento, en males futuros (y unos cuantos, bastantes, compuestos para ir al baño) y al fin, lo más duro, todo para intentar atrasar la fecha de mudanza al otro barrio. Vivimos bajo el influjo de la palabra dieta.

Dieta es una palabra importada de los Estados Unidos, y su definición es muy precisa: disminuir el consumo de colesterol por debajo de los 300mg/ día, el de lípidos al 30% de las calorías totales, el de ácidos grasos a menos de la tercera parte de los ácidos grasos.

El objetivo de todo esto, disminuir la tasa de colesterol sanguíneo y aumentar la esperanza de vida. ¿en el fondo de que se trata? En olvidar embutidos, mantequilla, leche y muchos más. Para demostrar lo contrario hace poco se ha publicado un estudio donde las mujeres con más baja tasa de colesterol sufren sobremortaildad por aumento de cáncer y otras causas no médicas.

Al final confundimos entre moral y alimentación. Hoy vamos un paso más hacia delante, cuando tomamos un vino bebemos su terruño, cuando tomamos un tomate de Almería el sol del mediterráneo, etc. ¿A dónde vamos a llegar? Los carnívoros acusan a los vegetarianos de vete a saber qué y viceversa.

Hasta incluso Grande Covián preguntaba hace años a una periodista bilbaína, allá por el 82, en mi taberna el Bordatxo, en Deusto, sobre si sabía para que eran los colmillos que tenía en la boca. Nadie tiene la razón, pero si hay que buscarla. No hay porque temer a un alimento.

Hace no muchos años el comer era una necesidad para la mayoría de nosotros. Merendábamos quesos de leche cruda en los pueblos y chocolate en las ciudades. No sabíamos los tantos por cierto del cacao en el chocolate, por ejemplo, pero tampoco nos preocupaba, y la leche era leche.

Merendábamos y punto. Hoy, en cambio, la leche se toma con calcio añadido y supervitaminada. Y me pregunto yo: ¿tomaremos leche con añadidos o añadidos con leche? Pero esto es sólo un ejemplo, porque basta con ir a cualquier supermercado y comprobar que multitud de productos aparecen con vitaminas, calcio y minerales, entre otros añadidos.

Así que con todos esos alimentos me haría la misma pregunta que con la leche. Visto todo esto, la verdad es que no sé si los alimentos que comíamos antes estaban incompletos o si les sobra algo a los de ahora. Es una pregunta de difícil respuesta.

Otro ejemplo: los helados. Entre sus ingredientes, incluidos los de las grandes marcas, no aparecen los huevos de gallina, la leche entera, la mantequilla de vaca, pero sí los mono y diglicéridos de ácidos grasos alimenticios, harina de garrofín, guar y carragenatos, términos que los consumidores no sabemos ni lo que significan.

Y con el chocolate ocurre algo parecido, ya que la normativa europea permite llamar cacao a cualquier sucedáneo. Ahora que me doy cuenta, el chocolate que comí anoche, ¿estaba elaborado con cacao o con un sucedáneo? ¡Coño, qué tiempos aquellos en los que la leche era leche y el chocolate era chocolate! Pero bueno, dejemos de ser nostálgicos.

Lo que sí está claro (y es grave a mi juicio) es que en esto de la alimentación también vivimos de estereotipos. Por ejemplo, vemos un pollo amarillo y lo identificamos con un pollo de corral, y así podríamos seguir con multitud de alimentos, marcas… y algo parecido ocurre con las normas sanitarias, que basan la calidad exclusivamente en el registro sanitario.

Y otra pregunta que me hago (¡qué preguntón estoy hoy!): ¿qué ocurre con los niños que están todo el día comiendo bollos (industriales) y golosinas? Conocemos, o mejor dicho, nos suenan muchas palabrejas nuevas por leerlas una y otra vez en las etiquetas de los productos, pero realmente sólo se nos ha enseñado a leer fechas de caducidad.

Parece que sólo nos preocupe la legalidad vigente y nada lo organoléptico. Es cierto que últimamente nos preocupa la nutrición. Antes no sabíamos nada de proteínas, lípidos, vitaminas y minerales, nos desarrollábamos y punto; ahora las “conocemos” y también estamos conociendo de primera mano las consecuencias de la civilización moderna: obesidad, deficiencias hepáticas, problemas renales crónicos, colesterol… Antes, por ejemplo, nadie tenía colesterol. ¡Qué digo!, no es que nadie lo tuviera, sino que ni tan siquiera conocíamos dicha palabra, otra cosa es que efectivamente lo tuviéramos o no.

Nos encontramos en un proceso de cambio y de poner en cuestión muchas de las cuestiones incuestionables hasta el momento. Ahora, incluso, se plantea hasta la dieta mediterránea y se comienza a hablar de las ventajas de la atlántica, “cantábrica”.

Lo que debemos tener muy claro es que, en esto de la alimentación, como todo en esta vida, tenemos que situarnos entre los confiados y los hipocondríacos. Hay que estar siempre alerta porque con las cosas del comer no se juega. Porque lo que no mata…engorda. Hay varios pecados capitales en la gastronomía actual. Uno es el exceso, la gula; otro, el elitismo de esa gastronomía tan sofisticada y elegante; un tercero, el abuso de la creatividad porque sí.

En cambio, no vendría mal que anotáramos en él debe de las cartas de muchos de nuestros restaurantes (se salvan quizás los localizados en zonas con huertas valiosas a cercana disposición) la ausencia de platos con vegetales.

El consumidor busca la carta de garantía, y también el gastrónomo. Siempre que hablamos de trazabilidad y salud alimentaria nos referimos a los sólidos. Yo creo que deberíamos empezar a mirarla en los líquidos, y en concreto en el más importante. Lo digo sin ningún problema: en estos momentos las aguas que se beben tendrán todos los papeles en regla, pero palatal y organolépticamente son fatales. Antes era una especie de mal endémico del sabor del agua durante los veranos, ahora es para todo el año. Sinceramente: me parece difícil beber agua estos tiempos.

También se puede hablar de las aguas envasadas, en las que se pueden establecer diferencias como las que hay entre vinos de 90 puntos y vinos de 32 (que hay muchos vinos malos, también hoy, por mucho que se diga que ahora todos los vinos son buenos). ¡Ah! ¡Y qué decir del pan, si el agua que lleva es fatal! Parece que solo importa ese palabro de “masa madre”. A dónde vamos… ¿Qué decir entre los líquidos de la industria oleícola? Pues que hay unos aceites acojonantes, con esa problemática que se podría extender a todo tipo de alimentos. Se permite el engaño.

Nosotros sólo deberíamos tener aceite de oliva virgen extra y además marcar la acidez. Aunque lo importante parece ser lo de “primera prensada en frio”, cuando, en muchos casos, no es ni verdad. Y esto es lo que mandan los médicos. Si eso pasa con los alimentos que son los ritos del lujo de la sencillez (pan, agua, aceite, huevos, leche), ¿qué pasará con los miles de productos restantes? Hace muchos años, don Miguel de Cervantes dijo en el Quijote que el estómago es la oficina de la salud. Fue un visionario. Lo que metemos por la boca, es decir nuestra alimentación, puede ayudar a nuestra salud o destruirla.

Y no es únicamente la calidad de lo que comamos, sino también la cantidad. Si hay falta de alimentos, mal: hambre, ¡menuda palabra! Si hay exceso, también mal. La salud siempre está en el aire.

 

Mikel Zeberio es periodista y profesor de la Basque Culinary Center

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