febrero 16, 2022• porFCV-CMS
Por: Fernando Chivite
Históricamente, en un producto tan antiguo como el vino, los cambios se han venido produciendo con la lentitud que imponía el desarrollo científico y técnico.
Tradicionalmente, los vinos han mantenido su carácter, muchas veces impregnado de algún defecto técnico (a veces, de muchos) durante siglos. La aplicación de los adelantos científicos durante el pasado siglo y la importación de tecnologías de otras ramas más avanzadas de la industria (principalmente lácteos y cerveceras), de la medicina (analítica y control fundamentalmente) y de la biotecnología (conocimiento de las fermentaciones y microorganismos que intervienen) han permitido a la enología actual pasar de ser una artesanía, donde cualquier defecto crítico tenía su excusa en su falta de medios, a ser una disciplina más científica que ha perdido todo carácter aleatorio en su desarrollo práctico. El nivel de exigencia se equipara hoy al de cualquier industria agroalimentaria. En términos sencillos, y salvando ese porcentaje aceptado (¿?) de corchos inaceptables, aquella manida excusa de mal bodeguero, de que : “el vino es un producto vivo…”, y que solía servir para justificar cualquier defecto de un vino, por grande que este fuera, está hoy fuera de circulación y no creo que haya nadie que se atreva a esgrimirla ante algún cliente.
Las bodegas se han convertido, o se tienen que convertir, en herramientas seguras y bien equipadas para revelar (como en fotografía), potenciar y conservar el carácter que aportan las uvas. Esto fuerza a los enólogos (gracias a Dios, cada vez más) hacia las viñas. Y hay que decir que ya era hora. La enología, y el negocio del vino en general, se ha dado cuenta, por fin, que TODAS las bonificaciones (las legales y las del “nuevo mundo”) que se puedan hacer en una bodega están, a fin de cuentas, al alcance de todo el mundo y, al final, no ayudan sino a estandarizar el gusto del vino, para acabar, al límite, consiguiendo todos una especie de concentrado de taninos de madera de baja calidad y de uva con catorce grados de alcohol, que es lo que hoy presuntamente se lleva; eso sí, el resultado es generalmente basto, pero muy POTENTE. Por el contrario, la aplicación razonada de las nuevas tecnologías, sin tener que recurrir a grandes artificios, permite, a través de la mayor expresión de todos los sutiles matices de las uvas (en definitiva, de la impresión organoléptica del terroir), la mayor diferenciación posible entre unos vinos y otros; y, en su caso, la expresión de esas características únicas que solamente algunas localizaciones tienen para producir vinos FINOS y con carácter diferencial.
Por suerte, hoy parece que, al menos en el segmento de los vinos de calidad, estos principios se van aceptando poco a poco de una manera más o menos universal; defendidos en los países de viticultura reciente, obviamente por los productores situados en las zonas de mejor calidad. Se observa el desarrollo de una incipiente mentalidad diferenciadora de las peculiaridades individuales de regiones y viñas. Lo que se puede interpretar como la aceptación, al menos parcial, de los fundamentos de la filosofía europea en la segmentación y clasificación de viñas y vinos. La aplicación exhaustiva y rigurosa de estos criterios de selección durante un tiempo prolongado en una zona vinícola, conduce la diferenciación de áreas de producción cada vez más reducidas; llegando a fragmentaciones minúsculas, parcelas y fincas que han sabido demostrar y defender la diferencia de sus vinos y que hoy representan, en muchos casos, lo más granado de la producción mundial, la excelencia.
Sin embargo, en la década de los noventa (y… aún padecemos y padeceremos las consecuencias), hemos asistido al triunfo de esos vinos potentes. Se ha privilegiado la potencia por encima de todo; se querían obtener vinos obvios, fáciles de entender y que fueran como una especie de gran vino para inexpertos; algo así como una fotocopia en blanco y negro de una colorista obra maestra (de Kandinski, por ejemplo). Alguien definió estos vinos como vinos de concurso o vinos de una sola copa, por antagonismo a los grandes vinos clásicos, que siendo ricos y complejos se disfrutan sin saturara el paladar, sin cansar.
Nuestros colegas del nuevo mundo, con una mentalidad más comercial y menos prejuicios, han sabido sacar partido, en muchos casos, de situaciones naturales limitadas para producir vinos que han supuesto grandes éxitos comerciales, adecuando sus condiciones productivas a los vinos que realmente demandaba un amplio mercado. Muchas regiones semiáridas se han aprovechado de esa condición para colocar en los mercados vinos de alta graduación y/o mucho color y muy afrutado contando con unos conocimientos técnicos, una legislación y unas nociones de comercialización muy diferentes de las europeas. Éxito que, en muchos sentidos, supone una buena lección de eficacia y unidad corporativa (gremial, si se quiere), sobre todo en el caso de Australia.
El triunfo de ciertos vinos digamos “potentes” creó en nuestros países una especie de sorpresa y confusión que desembocó en un cierto mimetismo en muchos casos: “si estos nuevos lo pueden hacer y tienen éxito, por qué nosotros que somos viticultores de toda la vida…”. Este fenómeno condujo, en algunos casos, a la pérdida del carácter regional de algunas producciones y al aumento masivo de variedades “potentes” y, del mismo modo, a una cierta desorientación en productores, prescriptores y consumidores. Tengo la impresión de que todo este proceso está en vías de superarse, que las regiones y los productores individuales son cada vez más conscientes de que su mejor arma es la diferenciación y que esta reflexión ha servido, al final, para avanzar en la mejora de la producción vinícola a escala global.
Nuestro país cuenta, sin lugar a dudas, con regiones, comarcas y pagos que encierran condiciones de entre las mejores del mundo para la producción de vinos sobresalientes; muchas llevan siglos en producción, otras menos tiempo y seguro que otras muchas están esperando la oportunidad para demostrar sus virtudes. Hemos sabido, desde hace siglos, producir vinos potentes. También se han seleccionado terrenos para la producción de los mejores vinos más finos, haciendo énfasis en sus diferencias (hay que reconocer también, que durante cierto tiempo se ha mantenido la confusión de asimilar finura a simpleza o dilución). También se ha tenido la sensación, en la producción, que el mercado nunca iba a comprender y pagar una separación estricta de las diferentes calidades, fundamental para demostrar lo mejor de una producción. Recientemente, hemos vivido este nuevo desarrollo de los vinos de “alta expresión”, como respuesta a las nuevas producciones potentes y afrutadas del nuevo mundo. Saber aunar todos estos elementos, lo mejor de cada uno, para perfeccionar cada vez más nuestros vinos es la apasionante labor que tenemos los que nos ocupamos de hacer vino: unir la máxima potencia, la mayor riqueza, complejidad y finura, consiguiendo un conjunto armónico, personal y diferente de los demás.
El revulsivo competitivo que ha supuesto esta revolución de potencia y fruta de los nuevos vinos ha dinamizado el sector y, finalmente, ha servido para que hoy contemos con un número cada vez mayor de vinos de gran calidad y nuestro muy antiguo producto siga demostrando su juventud, como lleva haciendo más de 20 siglos.
Last modified: julio 19, 2022